domingo, 19 de febrero de 2012

LA MALDICIÓN DE LOS MAESTROS

 JAIME BUHIGAS escribe un precioso artículo en el blog INTELIGENCIA EMOCIONAL Y SOCIAL. En él afirma que la enseñanza es un ARTE y que los maestros y profesores somos ARTISTAS.
Merece la pena leerlo entero, sobre todo en las horas bajas para levantar el ánimo.

Enseñar es un ARTE. Llegó la hora de decirlo alto, claro y sin ningún pudor. Más que una profesión. Más que un oficio. Más que una artesanía, la enseñanza es un ARTE. Así, con mayúsculas: A-R-T-E. Y eso convierte a los maestros, inequívocamente, en ARTISTAS. Y se me llena la boca al decirlo. Se me llena el alma de justicia al pensar que puedo declarar a los cuatro vientos, con voz firme y emocionada: ¡Maestros y profesores del planeta… sois artistas!
¡Pero cuidado, no cualquier clase de artista!: artistas de los de verdad, de los que no son famosos, de los que entregan su afán diario a los secretos de su disciplina, de los que convierten su labor en camino, devotos de su obra, fieles al pequeño trabajo diario pero bien hecho; artistas de los de paso lento y meditado; alquimistas de la transmisión; labriegos del conocimiento, anónimos y auténticos; artistas de mano sucia y corazón dispuesto; artistas de pura cepa y sin tonterías.
Así es y así a ha sido desde el origen mismo de la profesión, tan antigua como la misma humanidad. El maestro, sabio y paciente, mimoso de un oficio que opera con seres humanos, era aquel que con sus buenas y bellas artes trasladaba su experiencia vital a las nuevas generaciones, para que en ellas floreciera la luz del conocimiento, siempre renovado, eternamente joven, en un acto de generosidad visceral y de profundo compromiso con la sociedad, la civilización y en definitiva, con la vida. El maestro abría los caminos, marcaba direcciones, conducía a sus alumnos a la mejor disposición para vivir, para pensar, para crear, para ser ellos mismos y que alcanzaran los grados de existencia que el propio maestro ni siquiera había soñado. Ese ha sido siempre el noble arte de la enseñanza. El arte más casto, el más útil, el más altruista… el más humano.

Sin embargo, una maldición ha caído sobre la milenaria estirpe de artistas maestros. La peor de las maldiciones: aquella que hace que uno ya no sepa quién es en realidad, olvidándose de su verdad, del sentido de su obra, del fin de sus fatigas. Y por culpa de este hechizo fatal, tan grosero y tan moderno, los maestros siguen ejerciendo su arte sin ser conscientes de la grandeza de su trabajo. ¡Terrible locura! La sequía poética que azota al mundo ha truncado la visión de los ciudadanos nacionales, que al revés que Don Quijote, ven simples molinos donde hay gigantes y a Aldonza Lorenzo, donde está la bella Dulcinea.
Para nuestro «primer mundo», tibio y ocioso, esclavo de las meras cosas y entregado al exceso de todo lo prescindible, el maestro ya no es un artista. Es un trabajador más, eso sí, con demasiadas vacaciones y demasiado pocas horas semanales de faena. Un ciudadano medio que repite año tras años sus mismas clases aprendidas en sus primeros cursos de ejercicio profesional. Un fulano que no aspiró a más y que no encontrando mejor carrera, optó por la docencia como última alternativa para que no falten las lentejas en la mesa y las facturas pagadas en el banco. Un pseudointelectual, generalmente trasnochado (nunca volvió a estudiar desde que entró en el aula), que ejerce su único y patético poder suspendiendo o aprobado a sus alumnos, a los que, con frecuencia, tiene una manía feroz.
Este es el monstruo docente que ha diseñado nuestro mundo de mercaderes y prestamistas. En esta bestia se ha transformado el príncipe del viejo cuento. Y lo más cruel es que, esclavos de la impía Circe, los cerdos se han creído su metamorfosis y empiezan a conformarse con su puerca condición. Maldición de maldiciones. ¿Dónde están los eternos artistas de la enseñanza? ¿Saben ellos quiénes son? ¿Se han olvidado de su altísima misión, aquella que estaba llamada a cambiar el mundo? No lo sé.
Por eso lo quiero volver a decir. No, a decir no. A GRITAR: ¡Maestros! Enseñar es un ARTE. Un arte de la trasmisión y de la palabra. Un arte de la presencia y de la atención. De la escucha, de la entrega. Un arte de mil recursos en el que los ingredientes nunca son suficientes: silencios, gestos, movimientos, matices, tiempos, sorpresas, preguntas, respuestas, juegos, viajes, diálogos… Todo ello hábilmente entretejido con información, ideas, conceptos, materias, reflexiones… Una deliciosa puesta en escena, en el más riguroso directo, para conducir la desbocada energía de veintitantos alumnos, en menos de una hora, y llevarla hasta los altos parajes de algún tipo de sabiduría. Casi nada.

Entrar en el aula es medir, valorar, sentir, escuchar, calcular, elegir, actuar, ¡arriesgar! Dar clase es un constante riesgo. ¡Y crecer! ¡Y aprender: el profesor es el eterno alumno!. Como el más concienzudo escultor, músico o arquitecto, el maestro transforma el espacio y el tiempo en mundos precisos, en momentos de encuentro, en instantes de infinita posibilidad. Ese es el noble arte del maestro.
Nadie sabe lo que es dar una clase hasta que no se ha colocado delante de un grupo de alumnos, del mismo modo que nadie sabe lo que es el teatro hasta que no se ha puesto delante de un patio de butacas o nadie sabe lo que es ser pintor hasta que no ha sentido el desierto existencial y mudo de un lienzo en blanco. Porque ante todo, el artista necesita valor.
Y el maestro, en mucha mayor medida y como buen artista, también lo necesita. Porque se enfrenta al público más exigente del mundo: los niños y los jóvenes, cuya condición intrínseca reclama siempre verdad. Y verdad es lo que tiene que entregar el maestro: verdad en su mirada, en su vocación, en su amor por lo que enseña. Verdad en su pasión, en su presencia, en sus palabras. La Verdad disfrazada de cualquier asignatura ( ¡ay! las asignaturas… ¡pero si el conocimiento es UNO!). Verdad de las muchas verdades que hay. Eso lo único que educa a las personas, lo que nos abraza al mundo, lo que nos devuelve a la grandeza de nuestra realidad en el Universo. Porque, en definitiva, la obra de arte del maestro son sus alumnos. Y esto convierte a la enseñanza, ya no en un arte, sino en el más grande y más trascendente de todos ellos.
Así pues, este es mi mensaje: ¡Arriba profesores! ¡Despertad del letargo! ¡Romped el hechizo! ¡Volved a nacer a la excelencia de vuestro ARTE! ¡Vuestra profesión es poesía, magia y devoción! ¡Vuestro premio es el mismísimo futuro! ¡Sois héroes anónimos que construís el mundo y lo podéis convertir en un lugar mejor! Y estáis por encima de gobiernos, de leyes, de chapuzas, de partidos y demás esperpentos mediáticos, tan prosaicos, tan feos. ¡Dejad de purgar con sangre la terrible cordura de los idiotas!
Protestad todo lo que haya que protestar porque tenéis razón. Pero por dios, no protestéis como esclavos. Protestad como hombres libres. Hombres libres que construyen y no solo se quejan. Y jamás olvidéis que vuestro verdadero poder está en las aulas y que sois vosotros, y no los feos, los que estáis modelando con vuestro arte a los hombres y a las mujeres del mañana.
Jaime Buhigas



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